jueves, 26 de abril de 2012

Había una vez...

Había una vez una joven que tenía de todo... Un esposo maravilloso, hijos perfectos, un buen empleo que le daba muchísimas gratificaciones y una familia muy unida...
Lo extraño es que ella no podía conciliar todo eso; el trabajo y los quehaceres le ocupaban todo el tiempo y su vida siempre era complicada en algunas áreas.
Si el trabajo le tomaba más tiempo, ella tomaba tiempo de los hijos, si surgían problemas, ella dejaba de lado al esposo para tener más tiempo para resolverlos, y así las personas que ella amaba y sus necesidades pasaban a segundo lugar, para después.
Un día su padre, un hombre muy sabio, le dio un hermoso regalo, una planta muy cara y rara de la cual sólo existía un ejemplar en todo el mundo, era única, irrepetible.
Al entregársela, éste le dijo:
-Hija, esta planta te va a ayudar mucho, ¡más de lo que te imaginas! Tan sólo tendrás que regarla y podarla de vez en cuando y a veces conversar un poco con ella y a cambio te dará un perfume maravilloso y flores divinas.
La joven quedó muy emocionada, a fin de cuentas la planta era de una belleza sin igual.
Pero el tiempo fue pasando, los problemas surgieron, el trabajo consumía todo el tiempo y su vida continuaba tan agitada y confusa que no le permitía cuidar de la planta.
Ella llegaba a casa, miraba la planta y estaba viva, no mostraba señal de debilidad o de estar marchitándose, apenas un poco descolorida, pero aún linda y perfumada, entonces ella pasaba de largo, aspirando embelesada el aroma que ella dejaba en la casa.
Hasta que un día, sin darse cuenta, la planta murió. Ella al llegar a casa se llevó un tremendo susto y una honda pena, la bella planta ahora estaba marchita y sin vida, la raíz reseca, sus hojas caídas, oscuras y arrugadas.
La joven lloró mucho y contó a su padre lo que había sucedido.
Su padre le respondió:
-Yo ya me imaginaba que eso ocurriría, desafortunadamente no puedo curar tu pena dándote otra planta igual a esa que pueda compensar tu falta, porque era única, así como tus hijos, tu esposo, tu familia.
Todos son bendiciones que has recibido de Dios, pero tienes que aprender a regarlos, podarlos y darles atención, pues al igual que la planta que has perdido, los sentimientos también se mueren y se marchitan. Te acostumbraste a ver la planta siempre ahí, siempre florecida y perfumada y te olvidaste de cuidarla.

¡Cuida a las personas que amas!

Eloy Martín

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